miércoles, 11 de enero de 2012

Una infancia entre algodones.

Creo que me resulta algo difícil describir el olor a una extraña pero a la vez atractiva sustancia. Un olor a cloro veraniego, algo que mi olfato ha sentido mientras me encuentro tumbado en la toalla sobre las empapadas baldosas que rodean ese gran espacio llamado piscina. Parece increíble como ha cambiado mi percepción acerca de tan simple lugar, que en mi más remoto mundo representa un amplio conjunto de múltiples sensaciones. Un lugar enorme que, confirmado por los tristes ojos de la realidad, no es más que una pequeña parcela repleta de un agua entre dulce y salada. Otro mundo diferente en el que sumergirse e imaginar, para poder salir más tarde a disfrutar de la alegría de un sol cuya exposición siempre ha sido poco recomendada por los llamados médicos. Es verano, no cabe duda, y el calor de un transparente líquido chorreante empapa el espíritu de un niño que disfruta de la más agradable ducha post-baño. La merienda se erige como alimento necesario a las siete de la tarde, para después dedicarse al reconfortante arte de jugar en los columpios situados sobre la fina y blanca arena del parque. Columpiarse para volar y seguir soñando, intentando escapar de unos límites que se terminan tornando reales en el momento en el que el cuerpo del pequeño muestra un mínimo de interés por ascender hacia lo más alto. Reír, volar, soñar, vivir... El tobogán significa ese ansia por huir de una meláncolica y pasiva quietud para adentrarse en el riesgo de caer rápidamente hacia abajo... ¡Pero para luego volver a subir! El mar vigila con claridad esta estamapa acomodada de múltiples sensaciones sin igual, la consecuencia de la forma de pensar y sentir de un alma individual que se ampara en su propio y profundo subjetivismo infantil.

No hay comentarios:

Publicar un comentario