lunes, 11 de junio de 2012

Carpe diem.

Puedo afirmar que la rapidez con la que todo ha cambiado estos últimos años ha afectado a un sinnúmero de personas de edades similares a las de un servidor. Pensábamos que no íbamos a ver como esa atractiva e inexplicable belleza desaparecía en mil pedazos, pedazos difíciles de recomponer como si de un sencillo e infantil puzzle se trataran. Pero el tiempo ha vuelto a poner las cosas en su lugar, según un sabio dicho, y en el corazón y el alma de un joven cansado de la vida vuelven a estar presente la inquietud e ilusión por disfrutar de las más hermosas sensaciones naturales.

También dicen que después de la tormenta viene la calma, que lo importante es apreciar lo bello de la vida y que de las cosas malas se aprende. Dicen mucho y sienten poco, o viceversa... La gran mayoría la forman los que dejan a un lado el prudente pensamiento y se ahogan en un mar de sentidos capaz de provocar en ellos fuertes sentimientos de dramatismo interior. Y es que a pesar de ser lo más importante, las sensaciones humanas no deben olvidarse del enorme poder de la razón, capaz de garantizar el justo orden que todos necesitamos. Pero esa es otra historia...

Lugares deshabitados, reflejos de un pasado tan esplendoroso como patético. Tiempos pretéritos repletos de contrastes. Nadie se ha preocupado de buscar nuevos lugares, nuevas emociones e ideales. Muchos aceptaron que aquel mágico mundo propio de las historias de Disney había muerto para siempre, sucumbiendo al cansancio de la desilusionante rutina que ellos mismos habían creado y a los excesos de un racionalismo que se había alejado demasiado de lo sentimental. Muchos creyeron que la esencia de la vida era alcanzar una meta, dejando a un lado los efímeros pero importantes instantes que componen nuestra existencia. El tiempo vuela señores, no podemos dejarlo pasar.

Pocos privilegiados se dieron cuenta de que son las pequeñas cosas la base de todo lo bueno, pues no podemos olvidar que por suerte o por desgracia estamos claramente determinados por el continuo y rápido paso del tiempo. Que hay muchas cosas capaces de hacernos disfrutar, detalles que nos sumergen en una relajante nube atemporal en la cual lo malo ha desaparecido totalmente. Carpe diem, sin duda.

Los viernes no son un simple paso hacia un sábado basado en el mero consumo de alcohol durante la madrugada y a un vacío y deprimente domingo. No son un día más marcado por el intensivo estudio de unas asignaturas que apenas provocan la más mínima satisfacción vital. Son más que eso, son días en los que las preocupaciones semanales desaparecen, en los que te acuestas tarde porque sabes que no tendrás que madrugar, en los que la palabra ''estudio'' no está presente porque, al final y al cabo, el cerebro necesita relajarse.

Pocas personas podrán presumir de haberse pasado la mayoría de los viernes de un curso como 2º de Bachillerato sentados en las lujosas sillas de la cafetería Rocco de los Cantones Village. Días de frío tomando un caliente y agradable café con leche al lado de la mejor compañía, al lado de aquellas personas a las que se puede llamar ''amigos''. Tardes al son de lentas y antiguas canciones en las que el tiempo se ha detenido, en las que el bien, cual fábula tradicional, le ha ganado la batalla al mal.

Dicen que es difícil poner por escrito aquello que se siente, pero volvemos a caer en la falacia de seguir a rajatabla los muchos dichos que proliferan en nuestro entorno. Una carcajada frente al mar de Coruña, rodeado de plateados y dorados muebles y tras contarle a tus amigos las peripecias de cada semana colegial, puede ser descrita con toda su carga emocional. Mascar un dulce chicle de fresa tras tomar un refrescante vaso de coca-cola es otro de los pequeños placeres que encontramos en una cafetería ricamente decorada, reflejo de una ciudad donde lo estéticamente bello está presente en muchos de sus rincones.

¿Para qué queremos más?