martes, 25 de noviembre de 2014

Mientras siga habiendo amaneceres.

Ya se acabó el octubre que parecía un alma eterna dentro de mi eternidad, terminó la travesía de siempre, la dueña y señora de mis sentidos, y de mis destinos cuando parece que todo vuelve a hilarse en los caminos de perfección. La flor que nos regaló el porvenir a los pocos privilegiados que hemos logrado superar todos los obstáculos, y brillar plenamente bajo su luz. Luz dorada de sol casi invernal, que aunque parece transportarme únicamente al océano de los últimos recuerdos, no puede dejar en el olvido el aire fresco de aquellas largas tardes quinceañeras, junto al silbar de un cielo coruñés que por aquel entonces le sonreía con naturalidad a los detallitos más triviales. Nunca ha dejado de sonreír, pero quizá ahora le cuesta un poco más. Será cosa de los años, que encima al aliarse con los daños elaboran el peor de los cócteles, creando una curiosa y decadente mezcla de melancolía e incertidumbre existencial, como encontrando a un personaje perfecto para Nietzsche, si hubiera sido literato.

Es importante no olvidar que este sabor a noviembre en plenitud ya viene de antes, y que gracias a la profundidad de su estabilidad temporal, sé que siempre podré dormir tranquilo. Tranquilo de sentir que el pasear de mis secretos, de mis dichas y penas, de mis risas y mis lloros, seguirá teniendo el mismo sabor que un bonito día de no recuerdo cuando; de un bonito día que tuvieron el placer de fecundar el señor destino y mi esencia más eterna, que entonces entendió que las verdades personales valen más que cualquier dogma general. Y a veces es la verdad personal, la esencia verdadera de los mejores dogmas.

Filosofías a parte, recuerdo haber hallado lo más parecido al éxtasis una noche lluviosa frente a un mar infinito, enemigo del morir. Era el sonido de las olas susurrando que no hay nada que perder, mírame reír, volveremos a salir. A salir de todos los agujeros, porque nosotros podemos contra ellos, desgraciados hijos de la nada, malévola, ausente y misteriosa. Pero nada, al fin y al cabo, y con la nada morirán, si es que alguna vez han nacido.

Decía que filosofías a parte, pero es complicado cortar en partes lo que siempre ha estado unido, en superficie y profundidad, en identidad. Y es que es imposible no filosofar con melancolía, con la impotencia maravillosa, la maldita y vieja felicidad, sobre aquellos años locos. El primer noviembre de sonrisas fáciles, de lágrimas extrañas. El primer invierno de un volar sin igual, que no nos dejó indiferentes. Era resaca de pasión, y el postureo, todavía menor de edad, ya venía pisando fuerte. Dicen que bailar pegados es bailar igual que baila el mar, pregúntenselo al Atlántico cuando gritábamos desde el Playa Club, todavía prematuramente, que incluso si el cielo se cayera jamás dejaríamos de ser felices.

Me extendería más en llorar, o reír, aquellos primeros pasados. Pero toca continuar la historia, que el mundo sabe que el progreso es vida, y sin vida nada. El siguiente invierno, la calma suavizó nuestro cantar, pero la llama de la euforia que el alma había tenido el gusto de encender jamás de los jamases se atravería a apagarse. Y tomó su decisión con firmeza, considerando las vacilaciones para los mediocres, para los inseguros. Para los débiles, tristes y desamparados prójimos. No para el luchador. 

Y entonces la euforia, el fuego que alguna vez quemó, se olvidó por fin de sus cadenas, y por fin, otra vez, se liberó. Encontró aquí, en Madrid, en el corazón, después de surcar el más puro viento del oeste, su hueco, su perfección. Y os aseguro que nunca se atreverá a marcharse, pues ni un soplo del más temido huracán conseguirá borrar el fondo de lo que siempre ha sido una verdad indudable. Mi luz, mi fuego, mi llama será eterna siempre que el mundo siga siendo mundo. Siempre.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

Lady Madrid.

Me encanta que el asfalto de Alberto Aguilera me recuerde que el invierno está llegando a Madrid cargado de mil y una sorpresas, que siguen la línea de siempre pero son eso, la emoción hecha novedad. Y siempre me han gustado las sorpresas, sentir que con los pies fríos no se piensa bien, pero sí se vive feliz. Feliz, sobre todo si es Pereza la mejor de las acompañantes de estas noches que, ya desde hace dos añitos, nos susurran melodías de pasión. Y de motivación, qué duda cabe.

A mí es que me da la sensación de que Madrid tiene un color especial, puede que se lo haya pedido prestado a Sevilla, pero de cómo brilla, no hay duda alguna. Y más, en estas noches del noveno mes, maravillosa hibridación del sol de fin de verano y los abrigos de nueva temporada que harán juego con esa bufanda de siempre. La de Burberry, la de toda la vida.

Afortunado de que el tiempo siga parado, ensimismado frente a un oasis de carpe diem del que no quiere, no le permito, salir hacia la cruel y misteriosa incertidumbre. Porque ya me he comprometido de una vez con la plenitud, y en el correr del tercer año, entre el segundo y el cuarto, entre el primero y el quinto, seguiré, como he estado haciendo hasta ahora, aspirando de la mejor forma que pueda el aroma de la dulce perfección.

Porque aunque me cueste creerlo, está claro que nada es para siempre, que incluso a veces las cosas bonitas son finales, como en las películas. Pero es en verdad en el transcurso de las cosas, y no el fin, donde habita la mejor de las bellezas, y yo prometo y me comprometo a hacer que ese final parezca siempre que nunca, jamás, llegará a alcanzarnos. Y eso, eso es la chispa de la vida: no importa el terminar, sino el contenido de la historia. Mi historia, relato de extremismos. De profundos trompicones, tumbos, avatares. Pero de los buenos.

Viva.

Me gusta sentirme orgulloso del cabalgar del Cid campeador, el que sembró los suelos de aquellos lejanos años de fantásticas y maravillosas leyendas épicas. No había olvidado el increíble acto de amor que el magnífico San Isidoro de Sevilla había manifestado por su tierra, la tierra que ha sabido aportar luz al Viejo Continente como puerta principal de la Cristiandad europea. Es el viento de poniente, que desde que decidió soplar su verdad sobre todos los nobles pueblos que Roma fecundó, ha sabido crear un mundo repleto de belleza, con la fortaleza de estandarte y la libertad por bandera.

Es el pueblo que acogió con los brazos abiertos a franceses, alemanes, italianos, ingleses... La tierra que acogió a todos los cristianos en un trayecto que, como guía espiritual de Occidente, les empujó al extremo del mundo para contemplar la tumba del apóstol español. Es Santiago el Mayor, en la pura y fiel Galicia. Yo sigo pensando que fue la Providencia la que sintió que ese fuera mi nombre, aquella mi más sincera región, y ésta mi única e indivisible nación: Yago, Galicia, España. Está en el corazón.

El pueblo del que hablo, hijo de Roma, del mundo celta y el íbero, primogénito del sol, renegó de la esclavitud, le dio la espalda al odio. La gloria de la Virgen sembró, desde lo más hondo de la inmortal Zaragoza, un suspiro de espiritualidad serena, eterna, cercana. María, convertida en el Pilar, recorrió desde Aragón todos los rincones de España, y junto al Sagrado Corazón de su hijo hizo un pacto con el destino para protegernos de todo mal. Junto a Santa Teresa de Jesús, junto a Santiago, nos sumergió en la paz más infinita.

La vieja Iberia, la noble Hispania, nuestra querida España brilló sobre el orbe entero, más allá del mundo conocido, en la nueva India que vislumbró Colón. En la mezcla de razas, encontró una unidad idiomática sin igual, y de la diversidad logró alcanzar la universalidad más brillante. Que fue y es unidad de destino, ningún sabio lo puede dudar, lo dijo José Antonio, lo dijo Ortega. El pueblo que engendró a Cervantes, y que con su noble Don Quijote casi superó la profundidad sin igual que nos han legado las Sagradas Escrituras.

Es la nación de las naciones. Su influencia dotó al mundo de la segunda lengua más hablada, pero la más internacional. Que aunque el inglés sea la moda, la alianza entre el Viejo Mundo y el Nuevo sólo supo conseguirla en plenitud la belleza del español. Hasta Portugal, parte inicial de su esencia, envuelto en cruel envidia terminó renegando de sus grandezas, y caro lo ha pagado. El mundo anglosajón no ha podido con ella, ni el centenario odio francés. Ni Cataluña ni Vascongadas son capaces de negar su verdad. Portugal consiguió dar la mano a la mentira, aunque aún la Península Ibérica, todavía España no había alcanzado la mayoría de edad. Pero ahora, después de tantos siglos, imposible caer en la falsedad.

Eres tú, España, gran producto del destino, enorme creación de Dios. España, tan atacada y vilipendiada, tan negada por las modas, la ignorancia, por una falsa tradición. Negada por la envidia, por el prejuicio, por costumbres denigrantes. Yo te defiendo, hoy, mañana, como siempre lo he hecho. Yo te defiendo con valor, en un entorno hostil, en tiempos de vacío, de relativismo, de apatía, de decadencia. Yo, contra todo pronóstico, te defiendo desde mi alma, porque tú, tú España, eres parte de mi interior.

¡España! Ayer, hoy, siempre.