martes, 26 de marzo de 2013

Nunca, siempre.

Ella le besaba. En su cama, juntos. En otro mundo, en otro lugar... Él sabía lo que iba a ocurrir, lo tenía claro. Visualizaba en su cabeza los acontecimientos, un futuro, un destino lejano.

La suavidad de la brisa marina, brisa diurna, clara y pura. Un sobresalto, un largo y profundo sueño. Movimiento y calma, tormenta y quietud. Era un buen día, un día soleado en el que no se vislumbraba ningún atisbo de nube en el cielo. Pero no era del todo real, en el ambiente se podía respirar una pizca de fantasía, un olor a historia, a novela, a pasado. Un sabor al más rico helado, pero derretido. Un bello lienzo, aunque repleto de telarañas. Como la vida, imperfecta, inalcanzable, llena de piedras, de agujeros vacíos, de edificios en ruinas. Escaleras viejas. 

Él era otro, pero la cama era la misma. No era extraño, no le sorprendía. El entorno le resultaba familiar, cercano, pero algo diferente al mismo tiempo. Una antigua casa, lejana en el tiempo y el espacio. Un castillo en sus sueños. Un palacio, una iglesia, un teatro. O un simple piso barato. No importaba, era un lugar especial, un rincón conocido, tranquilo, lleno de vida. De risas, de lágrimas, de actividad y reposo. Nunca había salido de allí, era su verdadero hogar. Lejos, pero cerca.

Y despertó. Pero como siempre. Siempre despierta. O no, él no lo sabe, porque nadie lo sabe. Quizá nunca despertó, pero nunca olvidará aquel sueño. Aquellos sueños. O aquellos días, días reales, tangibles, encerrados con candado en el interior de su memoria. Imágenes custodiadas por la poderosa fuerza de sus recuerdos.

Todo, nada. Un día, un lugar, una vida.