miércoles, 11 de enero de 2012

Huele a mar.

Pero a mar de Coruña. Es un olor suave, verde y fresco. Huele a alegría, a vivacidad, a verano. La arena impregna las plantas de los pies de las gentes. Adolescentes de quince años pasean mostrando sus cuerpos bronceados. Catorce de agosto, dos mil nueve. ¿Qué importa el año, la fecha, la hora exacta? Sólo diré que son las siete de la tarde; falta poco para que el sol se ponga y no se vislumbra ninguna nube en el cielo. Orzán, querido Orzán: cuna de recuerdos imborrables. Eres la imagen de una etapa esplendorosa, de una vida feliz. Momentos inolvidables entre el sol, el agua y la arena. He de decir que no hay un mar tan puro como el tuyo, un mar Atlántico sin fin... Un océano que parece que nunca, nunca, se acaba. Puedo observar el horizonte y no veo final. El azul del cielo y del mar no deja indiferente a los que pasean ante la playa urbana de la ciudad. La suave melodía de ''I'm yours'' susurra sensaciones agradables a los oídos de los jóvenes, que caminan cercanos al muro para que el sol caliente sus rostros y puedan ir al kiosko de las cuartas a comprar chuminadas... Es verano, no hay que estudiar y el hambre ruge dentro de las tripas cual gato enfurecido.

¿La receta para ser feliz? ¡La he encontrado!

No es oro todo lo que reluce.

Miraba por la ventana y solo veía caras. Rostros de personas agobiadas que dedicaban su tiempo a trabajar. Nacer para trabajar y trabajar para vivir. Ese era el destino de todos, incluido el mío; un futuro que se tornaba demasiado lejano para ser verdad.

Como cualquier otro niño, me dedicaba al simple disfrute de las pequeñas cosas de la vida, intentando escapar del aburrimiento que producía la práctica de las responsabilidades futuras. Recuerdo que amaba los ricos manjares que nos traía Ella y realizar largos paseos a caballo por el jardín que rodeaba nuestro hogar. Creo recordar que eran días soleados y primaverales, días caracterizados por un calor abrasador, solo soportable gracias a la presencia de una rica vegetación silvestre. En la soledad de mi mundo interior realmente me sentía diferente.

No puedo olvidar tampoco aquellos días grises en los que el palacio bien podía parecer una fría cárcel de piedra, si no fuera una majestuosa edificación de estilo neoclásico. Tener la sensación de ser prisionero de esas paredes tapizadas de oro no es algo para nada envidiable.

Todavía me sigo preguntando como debe vivir un ciudadano común, alguien que posee la capacidad de poder decidir por sí mismo sin tener que pensar prioritariamente en la prosperidad de su pueblo.

Una infancia entre algodones.

Creo que me resulta algo difícil describir el olor a una extraña pero a la vez atractiva sustancia. Un olor a cloro veraniego, algo que mi olfato ha sentido mientras me encuentro tumbado en la toalla sobre las empapadas baldosas que rodean ese gran espacio llamado piscina. Parece increíble como ha cambiado mi percepción acerca de tan simple lugar, que en mi más remoto mundo representa un amplio conjunto de múltiples sensaciones. Un lugar enorme que, confirmado por los tristes ojos de la realidad, no es más que una pequeña parcela repleta de un agua entre dulce y salada. Otro mundo diferente en el que sumergirse e imaginar, para poder salir más tarde a disfrutar de la alegría de un sol cuya exposición siempre ha sido poco recomendada por los llamados médicos. Es verano, no cabe duda, y el calor de un transparente líquido chorreante empapa el espíritu de un niño que disfruta de la más agradable ducha post-baño. La merienda se erige como alimento necesario a las siete de la tarde, para después dedicarse al reconfortante arte de jugar en los columpios situados sobre la fina y blanca arena del parque. Columpiarse para volar y seguir soñando, intentando escapar de unos límites que se terminan tornando reales en el momento en el que el cuerpo del pequeño muestra un mínimo de interés por ascender hacia lo más alto. Reír, volar, soñar, vivir... El tobogán significa ese ansia por huir de una meláncolica y pasiva quietud para adentrarse en el riesgo de caer rápidamente hacia abajo... ¡Pero para luego volver a subir! El mar vigila con claridad esta estamapa acomodada de múltiples sensaciones sin igual, la consecuencia de la forma de pensar y sentir de un alma individual que se ampara en su propio y profundo subjetivismo infantil.

miércoles, 4 de enero de 2012

Dos mundos enlazados.

No es imprescindible que la ciudad de las ciudades tenga que estar bañada por una cristalina agua atlántica. Y no es que menosprecie a la tierra en la que he nacido, ese fantástico lugar en el que el viento sopla dejando un fino olor a mar en cada individuo. El mar, sí, ese fenómeno natural del que cada ser humano se beneficia a su gusto, disfrutando de su suave claridad al hundirse en él. La adecuadamente apodada Marineda por la sublime escritora Emilia Pardo Bazán es, pues, una ciudad claramente marítima por antonomasia. Una importante virtud de la que es poseedora la antiguamente llamada Crunia.

Capital de tan hermosa nación como es la nuestra, el centro exacto del país y casa de la diosa Cibeles carece de tan hermoso océano, por razones de pura evidencia lógica. Pero posee atractivos que hacen sentir la frescura de las cosmpolitas tardes que caracterizan el centro de la urbe. La Gran Vía nos ofrece una imagen bella y grandiosa como importante espacio social, seguida por la Puerta de Sol donde la estatua de un importante rey que lideró nuestro país preside tal importante plaza. Puedo empatizar con cada personaje que pasea por las comerciales calles del casco histórico, sintiendo que tanto gallegos como madrileños compartimos el verdadero espírtu de pertenencia a España.

Tras admirar el arte del Prado y la fachada del maravilloso Palacio Real, un paseo por el Parque del Retiro nunca viene nada mal, pudiendo sentir en nuestro espíritu la brisa del primaveral estanque central. La estatua de aquel hombre que lloró la muerte de su Mercedes nos recuerda a las clases de Historia de 2º de Bachillerato.

¡Qué decir, pues, de tan entretenido lugar! Un espacio repleto de calles donde un café se erige como principal aperitivo mañanero y el geometrismo castellano provoca en el sujeto una clara sensación de estabilidad perfecta. No pretendo vender la imagen de una ciudad utópica, pero sí puedo sentir el calor de un terreno sin igual.

Recuerdos agradables de momentos de la infancia, y patria de un sinnúmero de intelectuales y famosos, Madrid es capaz de transmitir un atisbo de enorme alegría y optimismo.

¿Quién puede olvidar, aún así, la tierra de María Pita y de las galerías de cristal, presidida por la Torre del héroe mitológico y donde nadie es forestero?. Ese lugar alejado de la grandiosidad propia de la principal ciudad española pero repleto de numerosos encantos.

Dos mundos unidos por un mismo sentimiento, por diferentes percepciones, por una ilusión individual pero también colectiva.