miércoles, 4 de noviembre de 2015

La velada continúa.

Creo que en estos tiempos de extrañeza, de cambio y serenidad, de infatilismo y madurez, de felicidad y tristeza, los sueños me alegran el alma y liberan fantamas. En estos tiempos de oscuridad y luz, de autorrealización e incertidumbre, de sí y no, verdad y mentira, mi universo onírico me sumerge en sus más hermosos lagos, y es entonces cuando mi corazón escribe versos surrealistas, a la manera del pincel de Dalí. 

Me encanta. Surcar los mares del colegio preguntándome el por qué de lo que ya no es, pero algún día lo fue. El por qué del no, y el qué habría sido. Caras conocidas se funden con las nuevas, sentimientos similares, personalidades afines. Pero no hay una unidad. No hay una conexión clara entre el ayer y el hoy, entre ellos y ellos. Es extraño y paradójico. Pero en esta cascada de nubes el alba y el ocaso se funden en uno, y el cielo se llena de dicha absoluta de lo que, aunque no es real en el mundo del día, sí se metamorfosea en verdad en el paraje de la noche y la quietud.

Teatro Kapital vuelve a ser un teatro, pero diferente al conocido. Todos juntos, en armonía. Una gran complicidad, la que proviene de la sonrisa de Loquillo y sus trogloditas, de El Canto del loco que algún día fuimos. Amistad verdadera, pura en sus vertientes positiva y negativa, verdadera como las raíces de ese árbol centenario, verdadera como la línea de sangre que une patrimonios y reinos, como el amor más sentido e irracional. Desde la urbe gigantesca el miedo se apodera de la nueva unión, se asusta por costumbre, desconfía de la plena felicidad. Después de todo la genialidad infinita jamás ha conseguido asentarse del todo.

Yo deseo crear una historia que hasta el mismísimo Calderón de la Barca disfrutase en honor a su frase, tan perfecta como los amaneceres invernales que brillan bajo el sol. Sobre el mar coruñés que reina en mis recuerdos y conecta mi mente con las sonrisas y lágrimas de mi nostalgia madrileña, de mi innovación anual y mi pesadumbre continua. Y para ello continuamos viajando hacia el patio del Santa María, volando de nuevo de Madrid a casa, saltando arcoiris y granizo, truenos y centellas, luces y sombras. 

Tanto correr nos causa fatiga, tanto soñar, dolor de pasión. Pero, sin duda, la meta ha valido la pena.