sábado, 22 de diciembre de 2012

Mi soledad y yo, yo y mi soledad.

21 de diciembre de 2012. En el día en el que supuestamente se acaba el mundo varios lugares se encuentran totalmente vacíos, reflejo de una paradisíaca decadencia. Los árboles se han despojado de sus hojas, renunciando a ellas como es habitual en esta temporada del año, mientras que pequeñas gotas de lluvia mojan la hierba que cubre el suelo de todo el recinto. No hay nadie. Solamente está él, caminando con serenidad por un mundo que, aunque solo existe en el presente y está destinado al futuro, termina retrocediendo a un pasado repleto de nostalgia, de añoranza, de morriña. En ese momento el mejor acompañante es la soledad, la única que conoce tus más escondidos secretos, tus alegrías, tus tristezas y tus sueños. La que te guía en tus proyectos y te felicita en los éxitos, la que te aplaude en las victorias y te anima en las derrotas. La que te ayuda a seguir adelante, la única que sonríe al recordar cualquier pequeño pero importante detalle. Soledad.

Era un momento que pervevirá en la memoria, paseando por un inacabable sendero y rodeado de varios edificios y espacios naturales, los cuales inmortalizó en varias fotografías. Lo único que quería era observar aquel lugar en el que había transcurrido toda su vida, donde había crecido, jugado, aprendido, ganado y perdido. Quería observar el lugar, sus rincones más escondidos, sus paredes, su suelo y su cielo. No quería distraerse en otras cosas, con solo mirar a su alrededor era suficiente. Suficiente para que varias lágrimas se deslizaran con delicadeza por sus sonrosadas mejillas, como si una inmutable nube no dejara de adornar el suelo con pequeñas e inacabables gotas de fría lluvia. Ya nunca volveremos allí, al lugar en el que hemos estado viviendo catorce años. Ya no nos toca estar allí, llegó la hora de marcharse, aunque las marchas solo son marchas en sentido físico, porque hay rincones del mundo de los que nuestro espíritu nunca se marchará. Nunca.

Después de un merecido descanso, la soledad vuelve a acompañar a nuestro humilde amigo, comenzando una nueva pero parecida ruta por diferentes pero a la vez similares senderos. Comenzamos caminando por callejuelas vacías, recovecos en los que el número de personas presentes se cuenta con los dedos de una mano. Hace calor, algo impropio de diciembre, y la noche ya le ha ganado la batalla al día, pudiendo distinguir cada rincón gracias a la iluminación de las farolas y las luces de Navidad. Seguimos, nos acercamos a la inmensidad del mar, un océano infinito que solo se distingue del cielo gracias a los pocos edificios que observamos en las esquinas de nuestra panorámica, edificios que sirven de separación entre ambos mundos. Porque en la noche el cielo y mar son dos en uno.

Sí, la lata de Coca-Cola ya está aplastada; era la única amiga que nos acompañaba a mí y a mi soledad. Ahora vigila desde el paseo marítimo la infinidad del mar, el ruido de las olas y el brillo de la iluminación urbana sobre su agua cristalina. Continuamos el camino, recorriendo kilómetros en busca de una paz serena y equilibrada, sin atisbo de ruido, sin prisas, sin agobios. Vamos buscando tranquilidad, relajación, plenitud, estabilidad espiritual entre cuerpo y alma. Vamos buscando la vida.

Respiramos el frescor de la naturaleza en una oscura y agradable noche, al son de atractivas melodías que potencian el optimismo. En estos momentos parece que el tiempo se detiene, que una cámara nos inmortaliza y somos los protagonistas de una fotografía. Parece que paramos con el mando a distancia la escena de una película, que reelemos mil y una veces la página de un libro, que contemplamos con entusiasmo la eterna belleza de un cuadro. Y en ello consiste la vida, en esos efímeros pero interminables momentos, capaces de llenar un cajón sin fondo repleto de fantásticos recuerdos. Una vez más, CARPE DIEM.