viernes, 24 de febrero de 2012

Cuéntamelo otra vez.

Éramos el reflejo de una decadencia generacional. Eso sí, el frío brillaba por su ausencia y relucía un alegre sol que iluminaba todos los rincones del lugar. No parecía casual que la oscuridad estuviese reservada para las juveniles noches coruñesas: todavía no eran mi mundo. Y puede que tampoco lo sean ahora. O sí.

Costaría diferenciar esas tardes estivales de cualquier mañana de antaño. ¿Años cincuenta o siglo XXI? Porque en las fotografías el color alegraba los ojos de cada persona, que si no no habría grandes contrastes. Lo importante es que la alegría estaba presente en cada segundo, segundos marcados por el salpicar del agua dulce y la suave arena blanca. El mar formaba parte de tan idílico paraje, funcionando cual fondo de un cuadro del Cinquecento. Verde azulado y calmado, sugería una sensación de ármonica estabilidad. ¡Quién podría olvidar tanta dicha acumulada!

Lo pequeño a veces es grande, y lo grande pequeño. Agradable sensación la de retornar a ese perfecto mundo, donde le daba vergüenza bailar en Carnaval y donde jugaba con sus amigos cerca del cristalino Océano. Donde aprendió a nadar y a crear sus propios sueños. Porque si algo nunca morirá son los sueños, pues son quienes saben arracar la tristeza a la desdichada realidad.

Volver, solo volver. Nada es lo mismo ni volverá a serlo. Pero tampoco se borrará lo que fue. Y es que la vida es eso, son recuerdos. Es todo lo experimentado. Todo lo vivido, todo lo caminado.