jueves, 4 de octubre de 2012

Enorme.

Edificios interminables, rascacielos inacabables, avenidas que parecen no tener fin. Un delicado olor a cristalino e infinito océano atlántico, un mar tranquilo e inmenso a donde las olas no han querido o no han podido llegar. Ya ha amanecido, y el claro cielo azul se presenta acompañado de un sol radiante e invernal, que ilumina cada esquina de cada calle y deja su caluroso impacto en las mejillas de cualquier transeúnte. 

Pequeñas y grandes porciones de humo vuelan por el aire de la Gran Ciudad, consecuencia tanto del arte de fumar un cigarrillo como del frío aliento de cualquier individuo. Es noviembre, y bufandas y gorros se erigen como principales prendas para resguadarse de las gélidas temperaturas que marca el invierno neoyorquino.

Alegoría de la libertad, reina de los hombres. La Gran Manzana se encuentra defendida por su musa más leal, que pese al paso del tiempo conserva con entereza su penetrante mirada hacia el horizonte. Su expresión no es ni de simpatía ni de frialdad, si no de firmeza y claridad. Ha dedicado toda su vida a la defensa de la característica más importante del ser humano, y qué mejor manera de hacerlo que observando fijamente el gigantesco océano. Es una mirada de reflexión, de atención, totalmente desligada de autoritarismos represivos. Ella vigila el mar con libertad, pues no existe en el universo un lugar más libre que el océano. 

Nueva York queda atrás, a poca distancia y situado en un enclave privilegiado. Sus universales rascacielos compiten en belleza con la hermosura natural del pulmón de la urbe, el extenso y mundialmente conocido Central Park. Todas las nacionalidades del mundo confluyen en las largas avenidas del principal centro cultural y social que existe en la actualidad. La antaño pequeña villa decimonónica, que apenas era conocida por las principales potencias de la época, se ha convertido indudablemente en un enclave de referencia internacional.

Desde lo más alto del Empire State solo se respira paz y una indescriptible y maravillosa sensación de perfecta plenitud. Sigue haciendo mucho frío, pero el sol cegador se dedica a calentar las rojizas narices de los turistas y conciudadanos. El mar está al fondo. La estatua lo preside. Suena la música y se cierra el telón.

Y ahora es cuando me pregunto si puede haber en el mundo algo mejor que todo esto. Bienvenidos a América. No, mejor dicho, bienvenidos a Nueva York