lunes, 16 de abril de 2012

Huir.

Cosas que se acaban. Que nunca volverán. Desaparecen con el paso del tiempo, con el fluír de los ríos. Se desvanecen en la fría espuma del mar.

Y puede que yo sea como uno de esos románticos decimonónicos que huyen de un mundo en el que la sentimentalidad individual tiene que luchar contra el poco atractivo poder de la razón. Es posible también que yo sea como uno de esos poetas modernistas que se refugian en la gloria de épocas pasadas y en un rico mundo sensorial y colorista, repleto de imágenes de joyas, castillos y palacios. Puede que no esté preparado para afrontar una realidad fría y monótona, siendo la muerte la última vía de evasión de un mundo donde lo bello nunca encontrará su más profunda y apasionada plenitud.  

Eso sí, hay algo claro: sin la vida nada sería posible. Lo bueno, los sueños, las aspiraciones, los anhelos... Son el resultado de una existencia, de una experiencia vital, de un camino temporal. Sin la imperfecta vida nada existiría, pues aunque nos permitiríamos el lujo de desconocer lo pernicioso tendríamos la mala suerte de no disfrutar de lo hermoso. No olvidemos que aunque la vida nos golpea con lo malo también nos sorprende con lo bueno. La vida es la vida. Es decir, lo es todo.