Me encanta que el asfalto de Alberto Aguilera me recuerde que el invierno está llegando a Madrid cargado de mil y una sorpresas, que siguen la línea de siempre pero son eso, la emoción hecha novedad. Y siempre me han gustado las sorpresas, sentir que con los pies fríos no se piensa bien, pero sí se vive feliz. Feliz, sobre todo si es Pereza la mejor de las acompañantes de estas noches que, ya desde hace dos añitos, nos susurran melodías de pasión. Y de motivación, qué duda cabe.
A mí es que me da la sensación de que Madrid tiene un color especial, puede que se lo haya pedido prestado a Sevilla, pero de cómo brilla, no hay duda alguna. Y más, en estas noches del noveno mes, maravillosa hibridación del sol de fin de verano y los abrigos de nueva temporada que harán juego con esa bufanda de siempre. La de Burberry, la de toda la vida.
Afortunado de que el tiempo siga parado, ensimismado frente a un oasis de carpe diem del que no quiere, no le permito, salir hacia la cruel y misteriosa incertidumbre. Porque ya me he comprometido de una vez con la plenitud, y en el correr del tercer año, entre el segundo y el cuarto, entre el primero y el quinto, seguiré, como he estado haciendo hasta ahora, aspirando de la mejor forma que pueda el aroma de la dulce perfección.
Porque aunque me cueste creerlo, está claro que nada es para siempre, que incluso a veces las cosas bonitas son finales, como en las películas. Pero es en verdad en el transcurso de las cosas, y no el fin, donde habita la mejor de las bellezas, y yo prometo y me comprometo a hacer que ese final parezca siempre que nunca, jamás, llegará a alcanzarnos. Y eso, eso es la chispa de la vida: no importa el terminar, sino el contenido de la historia. Mi historia, relato de extremismos. De profundos trompicones, tumbos, avatares. Pero de los buenos.